lunes, 20 de febrero de 2012

A propósito de Una luz encendida

Posiblemente, ésta es la película que por primera vez me hizo atreverme a pensar que ya comenzaba a conocer alguno de los numerosos secretos del oficio de narrador cinematográfico. Al igual que en muchas otras ocasiones, tras pensar la historia cientos de veces y contársela, con entrega y sin cansancio, a todo aquel pobre incauto que se ofreciese como cobaya escuchadora,  me senté delante del ordenador y la escribí de una tacada, pero en esta ocasión sucedió algo que ya anticipaba la magia que tendría “Una luz encendida” una vez convertida en película. Amanecía cuando tecleé la palabra “Fin”, y en ese instante observé que los dorsos de mis manos estaban ligeramente humedecidos, como si las hubiese sacado por la ventana cuando está empezando a llover. De repente, descubrí que esas imaginarias gotas de lluvia habían sido, realmente, mis lágrimas. Me había metido de tal forma en la historia, y la había vivido con tal plenitud que la emoción contenida en ese guión se había apoderado por completo de mí. Ese pequeño detalle supuso un reto desconocido; era como encontrar un diamante y no saber qué hacer con él. No podía evitar considerar que mi experiencia en la vida no estaba a la altura de este proyecto; de hecho, a los pocos días hubo una productora que se mostró muy interesada, pero algo en mi interior me decía que aún tenía que dejar pasar más tiempo. Tres años después, superado el doloroso trance de un divorcio inesperado, decidí que ya había llegado el momento. Por primera, y hasta el momento, penúltima vez, pedí una subvención al Estado en nombre de mi productora Sierra Madre, y la sorpresa fue impresionante cuando supe que me habían concedido la mayor subvención de aquel año, 1999. Como a ello se añadió la compra de derechos por parte del Canal Plus, todo se puso en marcha, y a pesar del entusiasmo habitual en mis producciones, esta vez sentí que tenía que medir muy bien mis pasos.
Cuando faltaban dos semanas para el rodaje, el actor que encarnaría al protagonista se echó atrás debido a otra oferta que le acababan de hacer para trabajar en ¡el departamento de producción de un largometraje!;  el dinero tenía más poder que mi historia…así es la vida. Curiosamente, y como después he comprobado una y otra vez, la solución al problema se convertiría  en algo mucho mejor a lo existente antes del problema. Viéndome agobiado ante la urgencia de la inesperada deserción, el actor  Luis Tosar me recomendó a Luis Zahera, actor gallego amigo suyo, y al que yo no conocía demasiado. Fui a visitarlo, y en principio pensó que no era buena idea, ya que hasta ese momento, todos sus personajes habían sido humorísticos o violentos, macarras o asesinos, o sea lo más alejado de Diego, el protagonista de “Una luz encendida”. Por suerte, logré convencerlo, y Luis Zahera me regaló, nos regaló a todos, una de las interpretaciones más auténticas y sobrecogedoras que yo, al margen de mi obra, he tenido la oportunidad de disfrutar. Por si fuera poco, frente a él, contaba con el trabajo de otro “animal” de la escena: Lola Dueñas; una actriz que se ensambló de forma extraordinaria con su compañero de reparto. Paradójicamente, el método de ambos era diametralmente opuesto: Lola necesitaba ensayar, y Luis prefería tirarse al vacío sin red alguna. Quizás, ese contraste sirvió para que la unión de ambos tuviese un grado tan alto de autenticidad.                                                     
Lo rodamos durante un fin de semana en Boiro, un pequeño pueblo pesquero gallego y sus aledaños. Y lo que revistió a aquellos días de una atmósfera muy especial fue que todos los miembros del equipo, incluido yo, aunque no lo dijésemos, teníamos la sensación de que aquel cortometraje se convertiría en algo “grande”. He de añadir que durante la secuencia de la puerta, climax de la película, no fueron mis lágrimas las únicas que cayeron. La fotografía de Rafael Bolaños o la Banda Sonora de Chencho Campos hicieron el resto. “Una luz encendida” viajó por muchos lugares dentro y fuera de España, y tengo que reconocer, aunque suene cruel, que mi felicidad fue plena cuando en medio de salas oscuras, sólo iluminadas por la luz de la pantalla, podía ver, o escuchar, como personas de diferente educación, origen o religión,  gente con características de lo más dispar, lloraban con la historia de Diego y Teresa. Después de “El origen del problema” había hecho mi segunda película universal, pero esta vez jugando con la arriesgada y peligrosa baza del corazón. Una sencilla y dura historia de amor, con personajes vulnerables y “muy cercanos” zarandeados por las azarosas  circunstancias de la vida. Una película cuyo final me deparó una sorpresa bastante clarificadora sobre el estado de las cosas: para la mayoría de mujeres el desenlace de la historia es triste y desolador mientras que para casi todos los hombres es feliz y lleno de esperanza.
Por último, no quiero dejar de contar dos de las muchas fantásticas anécdotas ocurridas a propósito de “Una luz encendida”. El American Film Institute la escogió como uno de los cortometrajes del año. Yo no tenía dinero para viajar a Los Ángeles y asistir a la proyección, pero unas semanas más tarde recibí en Madrid una llamada de una mujer californiana  que quería pedirme permiso para utilizar la secuencia de la puerta en las clases que se impartían en su academia de interpretación, ya que, a su parecer, Luis Zahera hacía el mejor trabajo de un actor con un objeto que ella había visto en su vida. Sobran comentarios.
La otra anécdota es muy diferente. Cuando se estrenó “Mar Adentro”, donde Lola Dueñas encarnaba también a una empleada de una conservera, unas cuantas personas me llamaron para medio acusarme de haber copiado a Amenábar. Una vez yo les hacía caer en la cuenta que “Una luz encendida” se había rodado ¡cuatro años antes!, ellos contestaban: “¡Qué casualidad!”. También sobran comentarios. 

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